En la actualidad alrededor de 7.000 millones de personas habitan nuestro planeta. Unas cifras inconmensurables que sólo trascienden en los medios con el cumplimiento de las profecías cada tanto. Sin embargo, se dejan de lado otras estimaciones como el envejecimiento de la población, que predicen pasaremos de un 7,6% de la población global en edades adultas a cerca de un 13,5%, para el año 2020.
Esto equivale a decir que pasaremos de 516 millones de personas mayores a cerca de 1.000 millones en poco menos de una década. Un impacto que tendrá lugar sobre todo en países desarrollados y que se fundamenta en el retiro laboral masivo de la generación de los “baby boomers”. Una huella generacional que perdurará más allá de los adelantos tecnológicos y sociales que se han alcanzado, trascendiendo en la forma de organización social del trabajo, los servicios sociales y asistenciales; y las medidas de jubilación que todas estas personas esperan obtener.
Las advertencias de los estudios recientes señalan que viviremos más, sin lugar a dudas gracias a los adelantos referidos a la calidad de vida, educación, acceso a la sanidad y fuentes de alimentación garantizadas en ciertas poblaciones. No obstante, la preocupación recae sobre cómo viviremos esos años de más que hemos conseguido en el empeño de nuestra evolutiva longevidad.
La probabilidad de contraer una discapacidad a lo largo de la vida, aumenta considerablemente y más aún a partir de la edad adulta a entenderse a partir de los 45 años. Una edad concebida para el desarrollo profesional en el que se alcanzarán las mayores metas, en el que se cosecharán los mejores frutos de la experiencia conseguida a lo largo de la vida laboral. Con esta previsión, la adversidad de una discapacidad permanente o temporal puede llevar al trasto estos planes, si la sociedad en la que se habite no cuenta con medidas favorecedoras para la integración social de la discapacidad; y más aún, de las personas mayores que desean seguir contribuyendo a la sociedad con su trabajo y conocimiento.